El sol, la
cosa más brillante para nosotros, miró por la ventana mientras dormías una siesta,
y se dijo: “Qué lindo ese niño”.
Entonces
descendió precipitadamente por su escalera de estrellas y atravesó haciendo
todo el ruido posible los cristales sabiendo que nadie se extrañaría al oírlo. Cuando
llegó donde dormías plácidamente se inclinó hacia ti y te dio un golpe de
color. Ahí te volviste un niño ni muy blanco ni muy negro, con pelo rubio
dorado y unos pequeños y achinados ojos marrones.
Luego el sol
dijo: “Mi niño, te voy a dar el enorme regalo de que seas mi representación en
persona, y por eso amarás lo mismo que yo amo y te amará lo mismo que me ama:
los animales, el campo, las plantas, el amanecer y la gente, sobre todo la
gente”.
Y por todo
eso, maldito y querido niño mimado, estoy ahora postrada a tus pies, buscando en
toda tu persona tu reflejo del dios terrible, arrogante e infernal que tu padre
fue y que alguna vez serás.
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